Ha pasado un año desde que viví unos días intensos, llenos
de emociones sobre los que no puede, en su momento, escribir nada.

Cuando la nombraron para imponerle la beca y entregarle el
diploma, mi cara ya era un mar de lágrimas sin control. No pude hacer ni una
foto.
De vuelta en casa, me esperaba mi hija que, después de dos
años de vivir fuera, iba a dormir en su habitación en su última noche soltera.

Fue una ceremonia íntima, pero no por ello dejó de ser
emotiva. Leí unas palabras que, en parte, había tomado prestadas de Antonia
Corrales, con la voz rota para evitar llorar.
Mi niña se había casado con su “príncipe azul”
Las horas siguientes transcurrieron rápidas, con muchos
retoques para estar vestidos de ceremonia, esta vez de largo, chaqués, tocados
y mi hija, la novia, de princesa.
Cuando la vi pisar la alfombra roja, del brazo de su padre y
padrino, en el jardín en el que se celebró la ceremonia, a la caída de la
tarde, rodeada de flores, empecé a tragar lágrimas de alegría, de emoción
contenida.
Todo transcurrió bien y bonito.
El vals de “La Bella durmiente” puso el broche de oro a la
celebración que estuvo cargada de risas y de bromas.
Muy entrada la madrugada, me quité los zapatos planos, los
tacones los había dejado hacía horas, y me dio por pensar en la escena de “El
padre de la novia” en la que Spencer Tracy se está descalzando poniendo fin, no
a unas horas, sino a un año de preparativos intensos.
El sábado, que debería haber sido para descansar, yo había
quedado con mis amigos Marisa y Pablo para visitar la Feria del Libro.

Lo habíamos pasado genial, pero mis pilas estaban agotándose
por momentos.
Todavía quedaba el domingo para comer con la familia que
había venido de fuera, comentar las anécdotas, ver fotos y despedirnos.
Habían transcurrido ochenta horas desde el comienzo de este
relato, pero vividas con tal intensidad que es difícil que puedan volver a
repetirse.