Hoy es el día mundial sin tabaco y me siento orgullosa de ser una de las personas que consiguió dejar de fumar.
Yo fumaba desde muy
joven, en la pandilla del barrio, cuando fumar estaba “bien visto” y nadie se
planteaba que el tabaco pudiese ser el causante de ninguna enfermedad.
Es lo que veía en mi
casa.
Mi padre fumador de
cigarrillos “Habanos”, de puros y de pipa en algunas ocasiones.
Mi madre, fumadora de
tabaco rubio, como buena ahorradora se pasó al negro suavecito “Sombra”, cuando
el rubio empezó a distanciarse de precio.
El chico con el que
había empezado a salir fumaba “Rex”.
Al principio no fumaba
en casa, delante de mis padres, pero cómo me casé muy joven, les dio corte
prohibirme fumar, siendo toda una mujer casada.
En la oficina en la que
había empezado a trabajar se fumaba “Condal largo”, me gustó y ese seguí
fumando durante treinta años.
Con el paso del tiempo,
cuando ya era del dominio público que el tabaco mata, a mi me empezaron a hacer
un fuerte boicot en mi propia casa.
Mi marido, buen
deportista, hacía mucho que había entendido que el deporte y el cigarrito
estaban reñidos y lo había dejado.
Mi hija tonteó con el
tabaco pero se dio cuenta de que no merecía la pena y no se enganchó.
Y mi hijo, mi hijo lo
odió con todas sus fuerzas desde pequeñito y, a su manera, emprendió una
batalla para que su madre dejase de fumar.
Vi morir a mi suegro,
después a mi padre, los dos de cáncer de pulmón, pero la adicción era superior
a mi deseo de dejarlo.
Un buen día, paseando
por Praga, decidí que había llegado el momento. No comprar un cenicero de
recuerdo cómo había hecho en anteriores viajes a otras capitales fue el
comienzo de mi particular cruzada contra el tabaco.
Se lo conté a mi amigo
Pablo, que iba paseando en ese momento a mi lado por el Puente Carlos y,
conociéndome, no se lo pudo creer.
Cuando regresé a Madrid
consulté a mi médico de familia, me aconsejó, y me ayudó con un medicamento
bastante caro pero que podía ser rentable si conseguía su propósito.
El siete de diciembre,
a última hora de la noche, en el baño de mi casa, me fumé el que prometí que
sería mi último cigarro.
Conservé un paquete
escondido durante varios meses por si la tentación podía conmigo.
Fueron unos días muy
duros para todos, aunque todos me ayudaron.
Mi irritabilidad, mi
mal humor permanente y la “depresión” que me supuso engordar diez kilos en dos
meses, estuvieron a punto de acabar con mi entereza.
Porque el que no
reconozca que es una adicción se está engañando a sí mismo.
Pero lo conseguí.
Al cabo de unos meses
tiré el paquete de tabaco escondido, con la seguridad de que no lo necesitaría.
Porque había sido tanto
lo que me había supuesto alejarme de un vicio, una adicción que para mí era un
placer, que no volvería a caer en la tentación.
Han pasado más de cinco años y me siento bien. Mucho mejor.
Y para mí fue una
satisfacción que no olvidaré nunca, el día que mis hijos me dijeron, cuando fui
a darles el beso de buenas noches “mami que bien hueles, ya no hueles a tabaco”