viernes, 13 de junio de 2014

Un año después

Ha pasado un año desde que viví unos días intensos, llenos de emociones sobre los que no puede, en su momento, escribir nada.
Empezaron un jueves día 13, con la graduación de mi sobrina Ari, mi ahijada y a la que, por diferentes motivos, cuidé como a una hija más desde que tenía dos meses hasta que empezó a ir al cole.
Cuando la nombraron para imponerle la beca y entregarle el diploma, mi cara ya era un mar de lágrimas sin control. No pude hacer ni una foto.
De vuelta en casa, me esperaba mi hija que, después de dos años de vivir fuera, iba a dormir en su habitación en su última noche soltera.
El día 14 amaneció con prisas, peluquería, recogida de flores, maquillaje y todo antes de las doce, hora en la que salimos camino de la boda civil.
Fue una ceremonia íntima, pero no por ello dejó de ser emotiva. Leí unas palabras que, en parte, había tomado prestadas de Antonia Corrales, con la voz rota para evitar llorar.
Mi niña se había casado con su “príncipe azul”
Las horas siguientes transcurrieron rápidas, con muchos retoques para estar vestidos de ceremonia, esta vez de largo, chaqués, tocados y mi hija, la novia, de princesa.
Era su cuento de hadas, con el que tantas veces había soñado y que, por fin, había llegado.
Cuando la vi pisar la alfombra roja, del brazo de su padre y padrino, en el jardín en el que se celebró la ceremonia, a la caída de la tarde, rodeada de flores, empecé a tragar lágrimas de alegría, de emoción contenida.
Todo transcurrió bien y bonito.
El vals de “La Bella durmiente” puso el broche de oro a la celebración que estuvo cargada de risas y de bromas.
Muy entrada la madrugada, me quité los zapatos planos, los tacones los había dejado hacía horas, y me dio por pensar en la escena de “El padre de la novia” en la que Spencer Tracy se está descalzando poniendo fin, no a unas horas, sino a un año de preparativos intensos.
El sábado, que debería haber sido para descansar, yo había quedado con mis amigos Marisa y Pablo para visitar la Feria del Libro.
Estuve a punto de anular la cita pero al final, allí estábamos a las seis para hacer un recorrido amplio, charlar un buen rato con Marta Querol y con su tía, comprar un par de libros de Marta Rivera de la Cruz para que nos los dedicase y terminar cenando en el Vips de Neptuno, comentando la boda de la “tati” como ellos la llaman.
Lo habíamos pasado genial, pero mis pilas estaban agotándose por momentos.
Todavía quedaba el domingo para comer con la familia que había venido de fuera, comentar las anécdotas, ver fotos y despedirnos.
Habían transcurrido ochenta horas desde el comienzo de este relato, pero vividas con tal intensidad que es difícil que puedan volver a repetirse.