Querido hijo:
Hoy cumples treinta años y no voy a decir, como se suele
hacer, que se me han pasado en un suspiro. Y no lo digo, porque me he puesto a
rememorar tu vida y hemos compartido muchísimas cosas como para que se me hayan
pasado volando.
Eso sí, el cajón de mis recuerdos los ha conservado
intactos, con todos los detalles para que no se me olvide nada.
Cuando naciste no me dejaron disfrutar de ti nada más que
unos segundos, porque hacía mucho frío, pero ya no se me iba a olvidar tu cara
redonda y tu cabeza pelona.
Eras un niño querido y deseado que culminaba el proyecto de
familia ideal que habíamos diseñado: dos hijos y, si puede ser, parejita.
Fuiste un bebé muy bueno, con un vozarrón desproporcionado
para tu tamaño. A partir del año, decidiste que en este mundo había que
destacar, y tú destacabas con tu voz, tus berrinches, tu cara de enfado, con el
ceño fruncido y tus rizos rubios.
Fuiste creciendo y me convertí en tu “guarda-secretos”, que
no querías compartir con nadie. Tus primeros amorcillos, tus dudas, tus
enfados.
Procuré ayudarte en lo que pude aunque siempre has sido muy
independiente y has tomado tus propias decisiones, sin demasiados consejos.
Tu forma de ver la vida te ha hecho ganarte el apelativo
cariñoso de “enanito gruñón”, porque tienes que estar muy, muy convencido para
decir que sí a las cosas espontáneamente, sin pensarlas, sopesarlas,
estudiarlas y “gruñirlas” o de "papote" entre tus amigos, porque pareces el padre de todos.
Durante todos estos años, has sido el pequeño de la casa, mi
pequeño, pero hace tan sólo tres días, Victoria, tu sobrina, te ha quitado el
puesto. Da igual, sigues y seguirás siendo mi niño, ese que se empinaba para
darme un beso y que ahora, yo de puntillas, se encoje para darme un enorme
abrazo de los que sabes que tanto me gustan.
Y todo esto se resume en dos bonitas palabras:
TE QUIERO