
Corría el año 1958 y mis padres habían viajado a Lyon,
recién casados, con un contrato de trabajo para mi padre, electricista de
profesión, que luego resultó un fiasco. A su vuelta, poco tiempo después, se
instalaron en Madrid, en la casa en la que él había nacido, en la que vivían
sus padres y su hermana, y allí vivieron hasta su muerte.
A lo largo de los años, viajaron por España, conocieron
muchos lugares, pero nunca volvieron a traspasar nuestras fronteras.
Cuando el Real Madrid se clasificó para jugar la final de la
entonces Copa de Europa, mi padre, en absoluto secreto, organizó un viaje para
acudir a aquella final con mi madre. Un viaje en autocar para conocer París,
Bruselas y Ámsterdam.
El partido, con un ambiente que recordarían toda la vida,
fue decepcionante, pero lo disfrutaron tanto, que el sinsabor de la derrota
pronto quedó olvidado. Ese gol de Alan Kennedy, en el minuto 81, hundió a
nuestra afición que estaba viendo que su equipo jugaba muy mal, pero mis
padres, tenían todavía un magnífico viaje por delante.
Mi madre intercambió su bombín blanco, el que habían
repartido a todos los aficionados madridistas, para llenar el Parque de los
Príncipes de bombines, por una bufanda del Liverpool. El bombín de mi padre y
la bufanda de mi madre, ocuparon un lugar en su armario hasta que mi madre lo
tiró todo en un ataque de rabia por haberse quedado viuda.
Les encantó París, y la Grand Place de Bruselas y Ámsterdam
con sus canales. Vivieron intensamente cada minuto de aquel viaje.
Recordemos que, en 1981, todavía había que presentar el
pasaporte para visitar otros países, no había móviles ni internet ni redes
sociales. No supimos nada de ellos hasta la vuelta, porque las llamadas
telefónicas eran carísimas. Se podía llamar a la agencia de viajes y preguntar
si todo iba bien. Eran, desde luego, otros tiempos.
Cuando fuimos a recogerlos a la estación de autobuses, mi
madre llevaba unas alpargatas de esparto dos números más del suyo, por lo
hinchadísimos que tenía los pies, por tantas horas de autocar, sus caras,
denotaban el cansancio, pero su sonrisa lo decía todo.
Ya en casa, como si se tratase de un día de Reyes, abrieron
el bolso de regalos. Yo estaba embarazada de mi hija y me trajeron unos
biberones con unas tetinas especiales que regulaban el aire para que el niño no
tuviese cólicos de gases, que en España tardarían un par de años en
comercializarse, un colgante de cristal belga, una sortija de porcelana
holandesa, cosméticos de Lancome… se habían gastado un dineral porque, ni
estando de viaje, podían dejar de pensar en nosotros.
Anoche, no pude evitar pensar en una revancha, ganando por
un gol, y me vinieron a la mente mis padres y esa otra final.