domingo, 27 de agosto de 2017

Misa fin de verano.


Esta mañana se ha celebrado en la urbanización en la que paso el verano desde hace muchos años, la misa que marca el final de esta época vacacional. 

Es algo que ha quedado como recuerdo de lo que fue, y ya no es, esta comunidad. 
Esto era un como un pequeño pueblo, en el que nos conocíamos todos y, para la mayoría, era nuestra segunda residencia, en la que huir de Madrid, los fines de semana y las vacaciones.

En la actualidad, pocos quedamos de esos vecinos “fundadores” (nosotros o nuestros padres) y ahora es la vivienda habitual de muchos, un diez por ciento musulmanes, un veinte de búlgaros, algún sudamericano y, la última incorporación, una familia china. Viviendas humildes por su falta de infraestructura en unos edificios que se han quedado anticuados, con cuatro alturas sin posibilidad de ascensor, fachadas con cámara de aire escasa y rodeados de chalets, en lugar de prados, eso sí, con una magnífica zona común.

Antes, durante todo el mes de agosto, organizábamos diferentes fiestas y eventos, como olimpiadas infantiles, concursos, campeonatos de cartas y dominó, merendolas y fiesta de disfraces para los más pequeños. Todo esto se cerraba, el último sábado de agosto, con la celebración de la misa en la terraza del club social, la entrega de trofeos y una cena al aire libre.

Ahora, como digo, sólo queda la misa y por el empeño que pone la organizadora, Isabel, que año tras año, habla con el párroco del pueblo para que la oficie.
Yo acudo, por respeto hacia quien lo hace, y se mezclan en mi cabeza la nostalgia, el recuerdo y la pena.

Nostalgia de lo que fue y ya no es. Las niñas, nuestras hijas, hoy madres, ensayando varios días antes para acompañar con un magnífico coro; la gente de pie, porque no había sillas para todos; el altar decorado con rosas de nuestros rosales, que ya no existen porque el vandalismo de los chavales, que no respetan ningún espacio con los balones de fútbol, los han ido matando y nadie los ha repuesto.

Recuerdo de lo mucho que he disfrutado a lo largo de todos estos años.

Y pena porque, si hubiésemos puesto una silla vacía por cada miembro querido de nuestra comunidad que ya no está, incluidos mis padres, no habríamos tenido sillas suficientes.
Pero, como hay que ser positivo, un año más he asistido a esta misa diferente, en la que la media de edad es octogenaria, por lo que a mí me llaman la niña. Haciendo un cálculo rápido, los asistentes, pocos más de cincuenta, sumaban cuatro mil años.

Con la esperanza de la renovación, tanto arquitectónica como, lo que es más importante, viviendo la alegría de nuestros nietos disfrutando otra vez de estos espacios, empezamos a poner punto final a este verano, en este lugar especial.






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