Esta mañana se ha celebrado en la urbanización en la que
paso el verano desde hace muchos años, la misa que marca el final de esta época
vacacional.
Es algo que ha quedado como recuerdo de lo que fue, y ya no
es, esta comunidad.
Esto era un como un pequeño pueblo, en el que nos conocíamos
todos y, para la mayoría, era nuestra segunda residencia, en la que huir de
Madrid, los fines de semana y las vacaciones.
En la actualidad, pocos quedamos de esos vecinos “fundadores”
(nosotros o nuestros padres) y ahora es la vivienda habitual de muchos, un diez
por ciento musulmanes, un veinte de búlgaros, algún sudamericano y, la última incorporación,
una familia china. Viviendas humildes por su falta de infraestructura en unos
edificios que se han quedado anticuados, con cuatro alturas sin posibilidad de
ascensor, fachadas con cámara de aire escasa y rodeados de chalets, en lugar de
prados, eso sí, con una magnífica zona común.
Antes, durante todo el mes de agosto, organizábamos
diferentes fiestas y eventos, como olimpiadas infantiles, concursos, campeonatos
de cartas y dominó, merendolas y fiesta de disfraces para los más pequeños. Todo
esto se cerraba, el último sábado de agosto, con la celebración de la misa en
la terraza del club social, la entrega de trofeos y una cena al aire libre.
Ahora, como digo, sólo queda la misa y por el empeño que
pone la organizadora, Isabel, que año tras año, habla con el párroco del pueblo
para que la oficie.
Yo acudo, por respeto hacia quien lo hace, y se mezclan en mi
cabeza la nostalgia, el recuerdo y la pena.
Nostalgia de lo que fue y ya no es. Las niñas, nuestras
hijas, hoy madres, ensayando varios días antes para acompañar con un magnífico
coro; la gente de pie, porque no había sillas para todos; el altar decorado con
rosas de nuestros rosales, que ya no existen porque el vandalismo de los chavales,
que no respetan ningún espacio con los balones de fútbol, los han ido matando y
nadie los ha repuesto.
Recuerdo de lo mucho que he disfrutado a lo largo de todos
estos años.
Y pena porque, si hubiésemos puesto una silla vacía por cada
miembro querido de nuestra comunidad que ya no está, incluidos mis padres, no
habríamos tenido sillas suficientes.
Pero, como hay que ser positivo, un año más he asistido a
esta misa diferente, en la que la media de edad es octogenaria, por lo que a mí
me llaman la niña. Haciendo un cálculo rápido, los asistentes, pocos más de
cincuenta, sumaban cuatro mil años.
Con la esperanza de la renovación, tanto arquitectónica
como, lo que es más importante, viviendo la alegría de nuestros nietos
disfrutando otra vez de estos espacios, empezamos a poner punto final a este
verano, en este lugar especial.
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