Esta lámpara, mi lámpara, me la regaló mi padre cuando
estábamos montando la casa para casarnos. La casa tenía un salón muy amplio y
quedaba preciosa encima de la mesa de comedor de estilo clásico. A mí me gustó
mucho pero estaba fuera de nuestro presupuesto. Estoy hablando de treinta y
cinco mil pesetas de hace cuarenta años, precio de mayorista, que os aseguro
que era mucho dinero. Mi padre la pagó con su trabajo ya que le hacía muchos
arreglos y favores al que se la vendió «Manolo el lámpara», muy amigo suyo.
Cuando al poco tiempo, ya casados, decidimos mudarnos a un
piso en nuestro barrio de siempre, porque vivir lejos del centro de Madrid no
nos gustaba, colgamos la lámpara en un mini cuarto de estar. En este piso todo
era pequeño, pero nuestra estancia iba a ser temporal, hasta que comprásemos
uno grande. Ese cambio nunca se produjo y sigo viviendo en el mismo lugar y la
lámpara sigue colgada en el mismo sitio.
No pega mucho ni con el mobiliario actual, mucho más
moderno, ni con el tamaño de la estancia, pero
soy incapaz de deshacerme de ella, es mi lámpara.
Y una vez al año la limpio, cristal a cristal. Hoy ha sido
el día elegido, y por eso se me ha venido a la cabeza dedicarle una entrada en
el blog.
Ya sé que vais a decir que hay productos muy modernos con
los que evitaría el esfuerzo que supone limpiar los 368 colgantes, los he
contado, subida en la escalera. Pues no es verdad, los he probado todos y no
queda bien. Puede que haya alguno profesional, se me ocurre que el que utilizan
en las arañas del palacio de Oriente, por ejemplo, pero los que están
comercializados, no valen.
Y cuando miro para arriba y la veo tan brillante, me llena
de satisfacción el trabajo bien hecho. En fin…cosas mías.
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