domingo, 8 de julio de 2018

Charlas historiadas: Isabel y Carlos


Monasterio de Yuste. Junio de 1558.

Hace una calurosa tarde en la comarca de La Vera que recuerda la cercanía del verano.
El emperador está sentado en la terraza de sus aposentos.Ha tenido una pesada comida, contrariando los consejos de su médico, y dormita. Ya no es ese joven apuesto que llegó a España hace cuarenta años, lleno de fuerza y vigor. Está enfermo, grueso, cansado.Se ha convertido en un viejo decrépito y achacoso e intuye que su vida llega a su fin.

De repente la ve, está sentada frente a él, en una butaca que hasta hace unos segundos estaba vacía. Entorna los ojos para ver si es real. Su amada señora Isabel. Hace tanto tiempo que se fue…

—Mi señora Isabel, ¿sois real? ¡Qué bella estáis!
Mi señor Carlos, estoy velando vuestro sueño. He venido a conversar con vos. No tuvimos demasiado tiempo para hacerlo más que en aquellos meses en Granada, recién casados, y cuando nuestro hijo Felipe vino al mundo. Tantos años lejos de mi lado, gobernando el mundo, y yo sola, siempre esperando a mi amado esposo, temiendo por vuestra vida en cada batalla de la que tenía noticia. Y cuando volvíais, muchos negocios os alejaban de mí. Y ¿sabéis?, me he dado cuenta de que hay demasiadas cosas de vos que desconozco, a pesar de haber sido vuestra esposa durante trece años. Os lo podéis tomar como una confesión previa antes del encuentro con Dios, nuestro Señor, que ya os espera.
—¡Alabado sea entonces!—Exclama Carlos, entre sorprendido y contento por tan inesperada y agradable compañía—. ¿Y qué queréis saber, mi señora?
—Como madre siempre hubo algo que quise preguntaros. Llegasteis a Tordesillas a visitar a vuestra madre, la reina Juana, a la que no veíais desde que erais un niño y con la pretensión de «usurparle» el trono. ¿Os habían educado con algún amor filial hacia ella? Y siento curiosidad por saber en qué idioma os comunicasteis…
Amor filial… —Entorna los ojos como si tratara de recordar el rostro de Juana—. Cuando una madre desaparece de tu lado caes en la incomprensión. Preguntas, quieres saber porqué no está contigo. Razones de Estado, esa fue la respuesta. Apenas la disfruté, puesto que cuando se marchó para tomar posesión de la herencia de sus padres, los Reyes Católicos, apenas había empezado yo a caminar. Únicamente la veía a través de retratos colgados en las paredes mientras mi tía Margarita hacía las veces de madre conmigo y con mis hermanos. Ella, que venía de enviudar por segunda vez, volcó todo su amor en nosotros. Así que, como comprenderéis, mi señora, poco amor podía sentir por mi madre; si acaso, cariño, el cariño que se tiene a quien te dio la vida. Y, para satisfacer vuestra curiosidad, con ella hablé en francés cuando volvimos a vernos en Tordesillas, dado que sí que conocía aquella lengua de sus años en la Corte de Flandes al contrario que yo, que desconocía, por entonces, la lengua castellana.
—Mi señor Carlos, no creáis que os hago esta pregunta por celos, que ya son muchos años de conoceros y sé de vuestro amor por mí, pero tengo curiosidad ¿estuvisteis enamorado de Germana de Foix, viuda de vuestro abuelo el rey católico?
—Ay, Germana… —suspira—. Pues, dado que el encuentro con el Señor está tan cerca, no puedo deciros más que la verdad como la repetiré ante él cuando me convoque ante su juicio: sí, la amé, la amé profundamente. El cometido de mi abuelo materno Fernando era cuidarla, pero cuando la conocí encontré una mujer con mucho por vivir y que enseñar a alguien como yo que, en cuestiones amatorias, estaba empezando a dar sus primeros pasos. Me enamoré perdidamente de ella, pero finalmente la entregué en matrimonio a una persona de mi confianza, Juan de Brandemburgo. Sentí pena cuando murió. Por ella y por lo que vos supisteis llegado ese momento.
—La hija que tuvisteis con ella, la Infanta Isabel de Castilla…
—Así es.
Cuando murió vuestro abuelo Maximiliano y tuvisteis que luchar por el título de Emperador con Francisco I de Francia, mayor que vos, curtido en las batallas, con más dinero ¿Pensasteis en algún momento que no lo ibais a conseguir?
—Difícil pregunta cuando su respuesta depende del hombre, tan voluble, tan permeable a intereses. Ese título me pertenecía por haberlo ostentado mi abuelo, pero el francés fue un rival duro, perseverante. Dios estuvo siempre a mi lado en ese trance. Bueno, él y también los dineros de Castilla y, asimismo, los de los banqueros que encontraron en mí un aliado para sus intereses —ríe ahora con ganas—. Para qué negarlo.
—Mi señor, he sabido que se ha firmado la paz de Augsburgo entre católicos y protestantes y que os duele que en vuestros dominios ya no se abrace la misma fe ¿Os arrepentís de haber perdonado la vida a Lutero?
—Mucho, quizás lo que más en mi vida. Me arrepiento de haberle dejado marchar vivo cuando lo tuve en mis manos, allá en Worms, adonde acudió, tan arrogante como valiente, a defender sus ideas. Es por eso por lo que me hierve la sangre al conocer que su semilla se ha extendido por Castilla, de ahí que haya dado órdenes expresas a mi hijo que la extermine de raíz, que no quede nada de ella, y que no le tiemble la mano ante lo que pueda encontrar entre sus secuaces. ¡Y confío en que así sea!
—Mi señor Carlos, estuve esperando largo tiempo a que os decidieseis a tomarme como esposa. Recuerdo como si fuese ayer cuando se celebraron nuestros esponsales en los Reales Alcázares de Sevilla —¡qué bella ciudad! —. Cuando os vi me parecisteis apuesto y atractivo, pero ¿qué pensasteis vos de mí?
—El ser más bello sobre la faz de la Tierra. Hay que decirlo así: fue un flechazo, puesto que no nos conocíamos en persona, e incluso vos os llegasteis a casar conmigo por poderes antes de salir de Portugal. Pero fue vernos… Fuisteis la mujer a la que más amé en mi vida, y juro ante Dios que os fui fiel en todo momento y que nunca pensé en más mujer que vos porque erais, y aún seguís siendo, todo mi universo.
— ¿Recordáis los maravillosos días que pasamos en Granada? ¡Qué jóvenes éramos!
—¡Y tanto que los recuerdo! Aquellas salas con pavimentos de blanquísimo mármol, jardines deleitosos con limoneros, arrayanes, estanques de marmóreos muros, aquella fuente sostenida por tan fuertes y aguerridos leones. No conocí nada tan bello, excepto vos, en toda Europa. Y allí hubiéramos permanecido más tiempo de no ser por los graves contratiempos que surgieron en distintas partes de mi Imperio. Pero allí quedo una de las etapas más maravillosas de nuestras vidas que, después, se materializó en nuestro hijo Felipe.
—Por cierto ¿cómo se encuentra mi querido hijo? ¿Está preparado para sucederos?
—Lo está, podéis estar tranquila. Prudente y juicioso, no podría haber nadie mejor que él para continuar mi tarea. Son muchos y vastos los territorios que gobernar, pero reúne las condiciones para hacerlo sin que le tiemble el pulso.
—Me preocupa su felicidad. Sé de la muerte de su primera mujer, María Manuela, tan joven, y ahora está casado con nuestra prima María de Inglaterra, muy mayor para él. ¿No hay amor en su vida?
—Amor…—vuelve a suspirar—. ¿Acaso nos casamos enamorados vos y yo? Me temo que es una condición que no se nos permite expresar ni experimentar de manera tan abierta a quienes, como nosotros, velamos por los intereses de tanta gente. El amor queda en un segundo plano cuando de lo que se trata es de traer paz a este mundo, de lograr la estabilidad para que todo funcione. Felipe es consciente de su papel en esta vida, y lo acepta. ¿Conocerá el amor? Si el padre no sólo lo conoció, sino que lo disfrutó todo lo que pudo, ¿por qué no podrá hacerlo también su hijo?
—He pensado muchas veces en la decisión que tomasteis al dejarme al frente del gobierno de las Españas en vuestras largas ausencias. Habéis sido un hombre que ha confiado mucho en las mujeres ¿por qué?
—Porque me crie con ella y entre ellas, y en su inapelable juicio confío como si me fuera la vida en ello. Confié en mi tía Margarita, en mi hermana Leonor, en vos misma. Mujeres capaces de cargar con la responsabilidad de un hombre y no quejarse por ello, sino demostrar con más ahínco que esa responsabilidad era fruto de la confianza depositada. La tuve, y la misma que volvería a tener si volviera a vivir todo lo que he vivido.
— Vos que habéis viajado tanto, ¿en qué ciudad fuisteis más feliz?
—Es difícil responder a eso cuando han sido tantas las ciudades que he visitado y conocido. La que más de todas, Bruselas, y en España, Valladolid. Gante me vio nacer y este monasterio perdido en la Extremadura me verá morir, y de todas he tratado de aprender algo y en todas y cada una de ellas traté de ser feliz.
—No sé si os he dicho alguna vez que me habría gustado viajar con vos, al menos para conocer esos lejanos lugares en los que nacisteis o donde os coronaron como Emperador. Contadme de Gante, de Brujas, de Aquisgrán o de Bolonia.
—Y lo decís vos, que visteis la primera luz de vuestra vida en Lisboa, perla entre las perlas. Pero, para contentaros, os diré que Gante es hermosa en su belleza, en sus canales, en sus brumas en invierno y sus atardeceres sobrios en verano; que Brujas es el misterio de sus canales, la laboriosidad y meticulosidad de sus gentes, y una estufa siempre encendida en mis aposentos; que Aquisgrán suena a campanas pregonando la buena nueva del Emperador recién elegido, que huele a la gloria de Carlomagno, que se asienta sobre su leyenda y poder; y que Bolonia es siempre un Papa por esperar y un trono que ocupar, al igual que París es un dolor cuando te separas de ella, Toledo un sueño mecido en las orillas de un río, o Bruselas el descanso del Emperador.
—Hace tanto tiempo que os dejé que ya no conozco a muchos de los que os rodean. ¿A quién consideráis vuestro más fiel súbdito? ¿Y vuestro mejor amigo?
—Todo súbdito es fiel mientras lo quiera ser, al igual que ocurre con los amigos. La amistad es una dicha a disfrutar, pero también a conservar. Súbdito, en consecuencia, es aquel que te rinde homenaje y servicio, que te sirve y respeta, que te quiere y aprecia, que te alaba o reprende cuando es menester. Lo mismo que hace el amigo, y aquí, en Yuste, gozo de la suerte de tener a varios de ellos a mi alrededor como es el caso de mi fiel Méndez de Quijada, entre otros, ya que estáis esperando un nombre.
—Mi querido señor, ¿porqué vuestros aposentos están tan tristes, tan oscuros, tan lúgubres?
—Triste fue mi vida sin vos, tristes fueron las despedidas de quienes más quise, como vos, como mi hermana Leonor, o como mi misma madre, Juana. ¿Qué otra manera de guardarles, de guardaros a todos el respeto y amor o cariño que os profesé que esa?
— ¿Y todos esos relojes que veo? ¿Es que acaso creéis que podéis controlar el tiempo?
—En absoluto, pues sólo Dios puede hacerlo, pero es un entretenimiento que mi buen amigo Turriano me procura. Además, mantener en hora todos los relojes que hasta aquí he traído me distrae, me mantiene alerta. Por eso reservo momentos en los primeros momentos del día para mantenerlos todos en hora, para conocerlos mejor, para disfrutarlos, en definitiva.
—He oído a los monjes que habitan en este lugar que cuidáis vuestro propio jardín ¿Es cierto, mi señor Carlos?
—Procuro hacerlo, así es, siempre que la salud me lo permite. Como en el caso anterior, una manera como otra cualquiera de mantener la mente ocupada, aunque también en esos momentos de soledad, conmigo mismo, hablo con Dios y voy finiquitando las cuitas que tengo pendientes antes de su encuentro con él.
—Estoy segura de que la historia me recordará como la esposa de un gran emperador y la madre de un gran rey, pero vos ¿Tenéis pensado como os gustaría ser recordado?
—Pues… —se toma su tiempo para pensar—, como un hombre que quiso servir a Dios y hacer valer su palabra en todos los reinos que tuvo bajo su control. Y espero que como un buen esposo a pesar de todas mis ausencias —le dice mirándola—, y también como un buen padre.
»Mi señora, ¿dónde estáis? ¡No os veo! —Grita—.
El mayordomo entra corriendo, asustado. Encuentra a su señor bañado en sudor y con gran sorpresa en el rostro.
— Estoy bien, dejadme solo, si estáis por aquí ella no volverá…

Así pudo ser el sueño del Emperador Carlos unos meses antes de su muerte. Nosotros hemos disfrutado muchísimo dando vida a estos dos grandes personajes de nuestra historia.

Almudena Gutiérrez (Isabel de Portugal)
 Víctor Fernández Correas (Carlos I de España y V de Alemania)

Publicado en el número 7 de la Revista Pasar Página

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