Monasterio de
Yuste. Junio de 1558.
El emperador
está sentado en la terraza de sus aposentos.Ha tenido una pesada comida,
contrariando los consejos de su médico, y dormita. Ya no es ese joven apuesto
que llegó a España hace cuarenta años, lleno de fuerza y vigor. Está enfermo,
grueso, cansado.Se ha convertido en un viejo decrépito y achacoso e intuye que
su vida llega a su fin.
De repente la
ve, está sentada frente a él, en una butaca que hasta hace unos segundos estaba
vacía. Entorna los ojos para ver si es real. Su amada señora Isabel. Hace tanto
tiempo que se fue…
—Mi señora
Isabel, ¿sois real? ¡Qué bella estáis!
—Mi señor Carlos, estoy velando vuestro
sueño. He venido a conversar con vos. No tuvimos demasiado tiempo para hacerlo
más que en aquellos meses en Granada, recién casados, y cuando nuestro hijo
Felipe vino al mundo. Tantos años lejos de mi lado, gobernando el mundo, y yo
sola, siempre esperando a mi amado esposo, temiendo por vuestra vida en cada
batalla de la que tenía noticia. Y cuando volvíais, muchos negocios os alejaban
de mí. Y ¿sabéis?, me he dado cuenta de que hay demasiadas cosas de vos que
desconozco, a pesar de haber sido vuestra esposa durante trece años. Os lo
podéis tomar como una confesión previa antes del encuentro con Dios, nuestro
Señor, que ya os espera.
—¡Alabado sea
entonces!—Exclama Carlos, entre sorprendido y contento por tan inesperada y
agradable compañía—. ¿Y qué queréis saber, mi señora?
—Como
madre siempre hubo algo que quise preguntaros. Llegasteis a Tordesillas a
visitar a vuestra madre, la reina Juana, a la que no veíais desde que erais un
niño y con la pretensión de «usurparle» el trono. ¿Os habían educado con algún
amor filial hacia ella? Y siento curiosidad por saber en qué idioma os
comunicasteis…
Amor filial… —Entorna
los ojos como si tratara de recordar el rostro de Juana—. Cuando una madre
desaparece de tu lado caes en la incomprensión. Preguntas, quieres saber porqué
no está contigo. Razones de Estado, esa fue la respuesta. Apenas la disfruté,
puesto que cuando se marchó para tomar posesión de la herencia de sus padres,
los Reyes Católicos, apenas había empezado yo a caminar. Únicamente la veía a
través de retratos colgados en las paredes mientras mi tía Margarita hacía las
veces de madre conmigo y con mis hermanos. Ella, que venía de enviudar por
segunda vez, volcó todo su amor en nosotros. Así que, como comprenderéis, mi
señora, poco amor podía sentir por mi madre; si acaso, cariño, el cariño que se
tiene a quien te dio la vida. Y, para satisfacer vuestra curiosidad, con ella
hablé en francés cuando volvimos a vernos en Tordesillas, dado que sí que
conocía aquella lengua de sus años en la Corte de Flandes al contrario que yo,
que desconocía, por entonces, la lengua castellana.
—Mi
señor Carlos, no creáis que os hago esta pregunta por celos, que ya son muchos
años de conoceros y sé de vuestro amor por mí, pero tengo curiosidad
¿estuvisteis enamorado de Germana de Foix, viuda de vuestro abuelo el rey
católico?
—Ay, Germana… —suspira—.
Pues, dado que el encuentro con el Señor está tan cerca, no puedo deciros más
que la verdad como la repetiré ante él cuando me convoque ante su juicio: sí,
la amé, la amé profundamente. El cometido de mi abuelo materno Fernando era
cuidarla, pero cuando la conocí encontré una mujer con mucho por vivir y que
enseñar a alguien como yo que, en cuestiones amatorias, estaba empezando a dar
sus primeros pasos. Me enamoré perdidamente de ella, pero finalmente la
entregué en matrimonio a una persona de mi confianza, Juan de Brandemburgo.
Sentí pena cuando murió. Por ella y por lo que vos supisteis llegado ese
momento.
—La
hija que tuvisteis con ella, la Infanta Isabel de Castilla…
—Así es.
—Cuando murió vuestro abuelo Maximiliano y
tuvisteis que luchar por el título de Emperador con Francisco I de Francia,
mayor que vos, curtido en las batallas, con más dinero ¿Pensasteis en algún
momento que no lo ibais a conseguir?
—Difícil
pregunta cuando su respuesta depende del hombre, tan voluble, tan permeable a
intereses. Ese título me pertenecía por haberlo ostentado mi abuelo, pero el
francés fue un rival duro, perseverante. Dios estuvo siempre a mi lado en ese
trance. Bueno, él y también los dineros de Castilla y, asimismo, los de los
banqueros que encontraron en mí un aliado para sus intereses —ríe ahora con
ganas—. Para qué negarlo.
—Mi
señor, he sabido que se ha firmado la paz de Augsburgo entre católicos y
protestantes y que os duele que en vuestros dominios ya no se abrace la misma
fe ¿Os arrepentís de haber perdonado la vida a Lutero?
—Mucho, quizás
lo que más en mi vida. Me arrepiento de haberle dejado marchar vivo cuando lo
tuve en mis manos, allá en Worms, adonde acudió, tan arrogante como valiente, a
defender sus ideas. Es por eso por lo que me hierve la sangre al conocer que su
semilla se ha extendido por Castilla, de ahí que haya dado órdenes expresas a
mi hijo que la extermine de raíz, que no quede nada de ella, y que no le
tiemble la mano ante lo que pueda encontrar entre sus secuaces. ¡Y confío en
que así sea!
—Mi
señor Carlos, estuve esperando largo tiempo a que os decidieseis a tomarme como
esposa. Recuerdo como si fuese ayer cuando se celebraron nuestros esponsales en
los Reales Alcázares de Sevilla —¡qué bella ciudad! —. Cuando os vi me
parecisteis apuesto y atractivo, pero ¿qué pensasteis vos de mí?
—El ser más
bello sobre la faz de la Tierra. Hay que decirlo así: fue un flechazo, puesto
que no nos conocíamos en persona, e incluso vos os llegasteis a casar conmigo
por poderes antes de salir de Portugal. Pero fue vernos… Fuisteis la mujer a la
que más amé en mi vida, y juro ante Dios que os fui fiel en todo momento y que
nunca pensé en más mujer que vos porque erais, y aún seguís siendo, todo mi
universo.
—
¿Recordáis los maravillosos días que pasamos en Granada? ¡Qué jóvenes éramos!
—¡Y tanto que
los recuerdo! Aquellas salas con pavimentos de blanquísimo mármol, jardines
deleitosos con limoneros, arrayanes, estanques de marmóreos muros, aquella
fuente sostenida por tan fuertes y aguerridos leones. No conocí nada tan bello,
excepto vos, en toda Europa. Y allí hubiéramos permanecido más tiempo de no ser
por los graves contratiempos que surgieron en distintas partes de mi Imperio.
Pero allí quedo una de las etapas más maravillosas de nuestras vidas que,
después, se materializó en nuestro hijo Felipe.
—Por
cierto ¿cómo se encuentra mi querido hijo? ¿Está preparado para sucederos?
—Lo está, podéis
estar tranquila. Prudente y juicioso, no podría haber nadie mejor que él para
continuar mi tarea. Son muchos y vastos los territorios que gobernar, pero
reúne las condiciones para hacerlo sin que le tiemble el pulso.
—Me
preocupa su felicidad. Sé de la muerte de su primera mujer, María Manuela, tan
joven, y ahora está casado con nuestra prima María de Inglaterra, muy mayor
para él. ¿No hay amor en su vida?
—Amor…—vuelve a
suspirar—. ¿Acaso nos casamos enamorados vos y yo? Me temo que es una condición
que no se nos permite expresar ni experimentar de manera tan abierta a quienes,
como nosotros, velamos por los intereses de tanta gente. El amor queda en un
segundo plano cuando de lo que se trata es de traer paz a este mundo, de lograr
la estabilidad para que todo funcione. Felipe es consciente de su papel en esta
vida, y lo acepta. ¿Conocerá el amor? Si el padre no sólo lo conoció, sino que
lo disfrutó todo lo que pudo, ¿por qué no podrá hacerlo también su hijo?
—He
pensado muchas veces en la decisión que tomasteis al dejarme al frente del
gobierno de las Españas en vuestras largas ausencias. Habéis sido un hombre que
ha confiado mucho en las mujeres ¿por qué?
—Porque me crie
con ella y entre ellas, y en su inapelable juicio confío como si me fuera la
vida en ello. Confié en mi tía Margarita, en mi hermana Leonor, en vos misma.
Mujeres capaces de cargar con la responsabilidad de un hombre y no quejarse por
ello, sino demostrar con más ahínco que esa responsabilidad era fruto de la
confianza depositada. La tuve, y la misma que volvería a tener si volviera a
vivir todo lo que he vivido.
—
Vos que habéis viajado tanto, ¿en qué ciudad fuisteis más feliz?
—Es difícil
responder a eso cuando han sido tantas las ciudades que he visitado y conocido.
La que más de todas, Bruselas, y en España, Valladolid. Gante me vio nacer y
este monasterio perdido en la Extremadura me verá morir, y de todas he tratado
de aprender algo y en todas y cada una de ellas traté de ser feliz.
—No
sé si os he dicho alguna vez que me habría gustado viajar con vos, al menos
para conocer esos lejanos lugares en los que nacisteis o donde os coronaron
como Emperador. Contadme de Gante, de Brujas, de Aquisgrán o de Bolonia.
—Y lo decís vos,
que visteis la primera luz de vuestra vida en Lisboa, perla entre las perlas.
Pero, para contentaros, os diré que Gante es hermosa en su belleza, en sus
canales, en sus brumas en invierno y sus atardeceres sobrios en verano; que
Brujas es el misterio de sus canales, la laboriosidad y meticulosidad de sus
gentes, y una estufa siempre encendida en mis aposentos; que Aquisgrán suena a
campanas pregonando la buena nueva del Emperador recién elegido, que huele a la
gloria de Carlomagno, que se asienta sobre su leyenda y poder; y que Bolonia es
siempre un Papa por esperar y un trono que ocupar, al igual que París es un
dolor cuando te separas de ella, Toledo un sueño mecido en las orillas de un
río, o Bruselas el descanso del Emperador.
—Hace
tanto tiempo que os dejé que ya no conozco a muchos de los que os rodean. ¿A
quién consideráis vuestro más fiel súbdito? ¿Y vuestro mejor amigo?
—Todo súbdito es
fiel mientras lo quiera ser, al igual que ocurre con los amigos. La amistad es
una dicha a disfrutar, pero también a conservar. Súbdito, en consecuencia, es
aquel que te rinde homenaje y servicio, que te sirve y respeta, que te quiere y
aprecia, que te alaba o reprende cuando es menester. Lo mismo que hace el
amigo, y aquí, en Yuste, gozo de la suerte de tener a varios de ellos a mi
alrededor como es el caso de mi fiel Méndez de Quijada, entre otros, ya que
estáis esperando un nombre.
—Mi
querido señor, ¿porqué vuestros aposentos están tan tristes, tan oscuros, tan
lúgubres?
—Triste fue mi
vida sin vos, tristes fueron las despedidas de quienes más quise, como vos,
como mi hermana Leonor, o como mi misma madre, Juana. ¿Qué otra manera de guardarles,
de guardaros a todos el respeto y amor o cariño que os profesé que esa?
—
¿Y todos esos relojes que veo? ¿Es que acaso creéis que podéis controlar el
tiempo?
—En absoluto,
pues sólo Dios puede hacerlo, pero es un entretenimiento que mi buen amigo Turriano
me procura. Además, mantener en hora todos los relojes que hasta aquí he traído
me distrae, me mantiene alerta. Por eso reservo momentos en los primeros
momentos del día para mantenerlos todos en hora, para conocerlos mejor, para
disfrutarlos, en definitiva.
—He
oído a los monjes que habitan en este lugar que cuidáis vuestro propio jardín
¿Es cierto, mi señor Carlos?
—Procuro
hacerlo, así es, siempre que la salud me lo permite. Como en el caso anterior,
una manera como otra cualquiera de mantener la mente ocupada, aunque también en
esos momentos de soledad, conmigo mismo, hablo con Dios y voy finiquitando las
cuitas que tengo pendientes antes de su encuentro con él.
—Estoy
segura de que la historia me recordará como la esposa de un gran emperador y la
madre de un gran rey, pero vos ¿Tenéis pensado como os gustaría ser recordado?

»Mi señora, ¿dónde estáis? ¡No os
veo! —Grita—.
El mayordomo
entra corriendo, asustado. Encuentra a su señor bañado en sudor y con gran
sorpresa en el rostro.
— Estoy bien,
dejadme solo, si estáis por aquí ella no volverá…
Así pudo ser el
sueño del Emperador Carlos unos meses antes de su muerte. Nosotros hemos
disfrutado muchísimo dando vida a estos dos grandes personajes de nuestra
historia.
Almudena
Gutiérrez (Isabel de Portugal)
Víctor Fernández Correas (Carlos I de
España y V de Alemania)
Publicado en el número 7 de la Revista Pasar Página
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