He ido al cine a ver ¡Canta!
Para quien no la conozca, es una comedia musical de dibujos
animados.
La hora elegida, las seis de la tarde, por lo que la sala
está llena de niños, como es natural.
A nuestra izquierda se sientan dos amigas, de unos cuarenta
años, que afean lo guarros que son los niños, porque hay restos de palomitas en
el suelo de la sesión anterior.
A mi derecha, una madre con su hijo de tres años.
Empieza la película.
El niño de tres años, se aburre y le pregunta a su madre
cuando termina la película, como entiende que falta mucho, se duerme.
Las mujeres de mi izquierda deciden que se pueden hacer
varias cosas a la vez, por lo que encienden su móvil, y wasapean con sus amigos,
además de buscar cada una de las canciones en “Shazam”, para conocer el título
y el autor.
No os podéis ni imaginar lo molesta que llega a ser la
luminosidad de la pantalla de un móvil durante dos horas pegada a tu cara. Mi
marido no ha aguantado más y se lo ha dicho. Han guardado el móvil, los diez minutos
que quedaban de película y se han marchado antes de que se encendiesen las
luces de la sala, probablemente para que nadie las pudiese recriminar nada más.
Al salir, se me ha ocurrido una reflexión. No me ha
molestado ni un niño, o han disfrutado la película, magnífica, o se han
dormido. Pero los adultos, han molestado, no han apagado sus teléfonos, alguno
ha sonado durante la proyección y han jugueteado con ellos como si estuviesen
en el salón de su casa.
No tirarán palomitas al suelo, pero no tienen ninguna
educación y dejaron atrás la infancia hace mucho tiempo.
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