Conozco a Charo, Charito, desde que éramos niñas,
desde siempre.
Nuestras vidas han transcurrido juntas, pero paralelas.
Vivimos nuestra infancia en la misma calle, nuestros padres vivían en el mismo
edificio, su padre y su abuelo tenían el negocio Casa Mateos, enfrente de nuestra casa, fuimos durante unos años al
mismo colegio y, desde hace más de treinta años, somos vecinas y hemos
compartido en muchas ocasiones el peso de la comunidad de propietarios: ella la
eterna presidenta y yo su ayudante.
Nuestros hijos, de edades parecidas, han sido también
compañeros de Instituto e incluso, lo que son las casualidades, ahora lo son de
trabajo.
A pesar de todo, nunca hemos sido lo que se define
como íntimas amigas.
Pero cuando sus hijas me invitaron a la fiesta
sorpresa que estaban organizando para celebrar su sesenta cumpleaños, me di
cuenta de lo mucho que me apetecía estar en esa fiesta y que Charo y yo nos
conocíamos casi como hermanas, sabíamos de nuestros secretos, nuestras
alegrías, nuestros problemas, el sufrimiento por las enfermedades y las muertes
de nuestros padres, porque las conversaciones entre nosotras siempre han fluido
con esa normalidad y esa confianza que te da hablar con una persona que conoces
de toda la vida y que jamás te ha decepcionado.
He ido a esa fiesta, me he emocionado, he recordado
tantos momentos compartidos o contados y me he dado cuenta de que sí es mi
íntima amiga, esa de las que cuentas con los dedos de una mano, porque hay
pocas personas en las que yo pueda confiar, a quien ayudaría con los ojos
cerrados, con la seguridad de que ella haría lo mismo.
La celebración ha sido preciosa. Sus hijas han trabajado
para conseguir que su madre tuviese una tarde especial y creo que para todos
los presentes será muy difícil de olvidar. Ha abierto sesenta regalos, uno por
cada año, ha reído, ha llorado y, sobre todo, ha sido feliz.
¡Un millón de besos, amiga!
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