domingo, 15 de abril de 2018

¡Felicidades, amiga!


Conozco a Charo, Charito, desde que éramos niñas, desde siempre.
Nuestras vidas han transcurrido juntas, pero paralelas. Vivimos nuestra infancia en la misma calle, nuestros padres vivían en el mismo edificio, su padre y su abuelo tenían el negocio Casa Mateos, enfrente de nuestra casa, fuimos durante unos años al mismo colegio y, desde hace más de treinta años, somos vecinas y hemos compartido en muchas ocasiones el peso de la comunidad de propietarios: ella la eterna presidenta y yo su ayudante.

Nuestros hijos, de edades parecidas, han sido también compañeros de Instituto e incluso, lo que son las casualidades, ahora lo son de trabajo.
A pesar de todo, nunca hemos sido lo que se define como íntimas amigas.

Pero cuando sus hijas me invitaron a la fiesta sorpresa que estaban organizando para celebrar su sesenta cumpleaños, me di cuenta de lo mucho que me apetecía estar en esa fiesta y que Charo y yo nos conocíamos casi como hermanas, sabíamos de nuestros secretos, nuestras alegrías, nuestros problemas, el sufrimiento por las enfermedades y las muertes de nuestros padres, porque las conversaciones entre nosotras siempre han fluido con esa normalidad y esa confianza que te da hablar con una persona que conoces de toda la vida y que jamás te ha decepcionado.

He ido a esa fiesta, me he emocionado, he recordado tantos momentos compartidos o contados y me he dado cuenta de que sí es mi íntima amiga, esa de las que cuentas con los dedos de una mano, porque hay pocas personas en las que yo pueda confiar, a quien ayudaría con los ojos cerrados, con la seguridad de que ella haría lo mismo.

La celebración ha sido preciosa. Sus hijas han trabajado para conseguir que su madre tuviese una tarde especial y creo que para todos los presentes será muy difícil de olvidar. Ha abierto sesenta regalos, uno por cada año, ha reído, ha llorado y, sobre todo, ha sido feliz.

¡Un millón de besos, amiga!





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