Leyendo una receta de cocina con relato incluido, en el blog
de cocina de Mayte Esteban, me ha recordado algo que me pasó hace muchos años.
Éramos jóvenes, muy jóvenes. Yo tendría veinte años y los
que me acompañaban, mi marido, sus hermanas y los novios de sus hermanas,
veintitantos.
Aunque siempre he sido muy de ciudad, en una época en la que
nuestra economía siempre andaba muy floja, una solución económica de pasar algún fin de
semana o algún puente fuera de Madrid, era ir de acampada al Pantano de El Burguillo, entre los pueblos de El Tiemblo y El Barraco, en la provincia de
Ávila.
Ahora la acampada libre está prohibida pero en 1980, estaba
permitida y era muy común en la parte del pantano que no estaba casi
urbanizada.
Llegamos el viernes, aprovechando un fin de semana
primaveral, montamos las dos tiendas, y nos fuimos a tomar algo a El Tiemblo.
La cena la solucionamos con unos bocadillos que traíamos
preparados desde Madrid.
Un café de pucherillo, que nunca faltaba en nuestras
salidas, conversaciones a la luz de la luna haciendo planes de futuro, algún
cigarrito y a dormir.
El sábado pasamos un día agradable, paseamos, jugamos a las
cartas, y los chicos se bañaron en el pantano. Nosotras aprovechamos para tomar
el sol sin la parte de arriba del bikini, la palabra "top less" no se usaba, nos pareció que el agua estaba
demasiado fría para bañarnos.
De madrugada nos sorprendió una tormenta de esas que hacen
historia, nos tuvimos que guarecer los seis en la tienda más fuerte, porque la
otra quedó inservible cuando se hundió por el peso del agua.
Recoger y marcharnos era impensable con la que estaba
cayendo, así que dejamos que fuesen pasando las horas sin dormir, por miedo a
que la tienda tampoco resistiese y, por fin, dejó de llover y contemplamos un
bellísimo amanecer con arco iris incluido que, con los años que han pasado,
todavía recuerdo.
Dedicamos la mañana a secar un poco todos los accesorios de camping, aunque luego necesitarían estar varios días en el patio de mi
cuñado para poderlos plegar y guardar.
Habíamos comprado un pollo que cocinamos en el camping gas,
porque nos gustaba hacer comidas caseras, nos servían de entretenimiento y ya
teníamos experiencia suficiente para que nos saliesen bastante bien a pesar de
los escasos medios con los que contábamos.
Con todo recogido y nuestro pollo al ajillo listo, nos
dispusimos a comer para iniciar la vuelta antes de que en la famosa carretera de
los pantanos se hiciese una caravana de varias horas.
Un golpe de viento, un traspiés, un codazo, nunca supimos lo
que pasó, pero la sartén se fue al suelo. No teníamos más comida, solo la barra de pan
que iba a acompañar el pollo.
Nos miramos, buscamos el culpable, nos enfadamos por la mala
suerte del fin de semana...
Yo me agaché, cogí un trocito de pollo, lo limpié de
la arena que lo rebozaba y probé a comérmelo.
Hacer lo que queráis, pero la tierra casi ni se nota y no
parece que tenga hormigas, les dije.
Todos probaron, todos me dieron la razón y no dejamos ni un
trocito de aquel pollo rebozado en arena del pantano.
La anécdota nos sirvió para reírnos durante muchas otras
salidas que hicimos juntos en los dos años siguientes, incluso con algún bebé.
No me había vuelto a acordar hasta ahora, tampoco he vuelto
a hacer camping y, por muchos motivos, ya no existe esa bonita relación de amistad y camaradería, pero eso ya es otra historia.
Pues a mí, aparte de hacerme reír, me has recordado una anécdota de una acampada. Cuando te vea, te la cuento.
ResponderEliminarBesos
Te lo recordaré 😉
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