Seguro que habéis oído
alguna vez hablar negativamente de una persona por haberse criado en un barrio
de los denominados marginales, seguramente sin conocerla, juzgando a la ligera.
Y comento esto porque en
la casa en la que vivo desde hace muchos años, han crecido y se han educado mis
hijos y los hijos del resto de vecinos. Todos en el mismo edificio, del mismo
barrio, con unas familias de similares características, trabajadoras, con pocos
estudios universitarios y pocos idiomas.
Nuestros hijos han ido a
colegio público, a colegio de monjas o a colegio de frailes, lo que había y hay
en la zona, han jugado en Las Vistillas o en la plaza de Los Carros y han
nadado o jugado a futbito en el desaparecido polideportivo de La Latina.
La mayoría de ellos, han
estudiado carreras universitarias, hablan bien inglés e incluso algún otro
idioma y no les falta trabajo.
Sobre el papel, no
debería haber grandes diferencias culturales y de educación entre unos y otros
y, sin embargo, las hay.
Ayer me encontré con la
cara y la cruz: dos de esas vecinas de segunda generación a las que no veía
desde hacía mucho tiempo. Una de ellas, educada y amable, la otra, dejaría en
muy mal lugar a las verduleras si la llamase con ese apelativo.
Todo esto me ha hecho
pararme a reflexionar lo injusto que es generalizar, para bien y para mal.
Siempre hay excepciones a todas las reglas. Primero conozcamos y luego
juzguemos, ¿no os parece?
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