Aunque mi viaje a Málaga
estaba pensado para ver la famosa calle Larios vestida de Navidad, me enamoré
de esta ciudad, de sus paseos y de su color. Hacía muchos años que había ido y
era una gran desconocida.
El hotel estaba al otro
lado del río Guadalmedina, si se le puede llamar río ya que está seco y se
utiliza para pasear con los perros, aunque me cuentan que, en época de lluvias,
se llena el cauce.
A poquísimos metros me
encontré con el Mercado de Atarazanas rodeado por una zona de tapeo, terrazas
y restaurantes. Es curioso que este mercado se encuentre en el lugar en el que,
en el siglo XIV ocupaba un astillero nazarí, porque el mar llegaba hasta aquí.
Se conserva la antigua puerta monumental.
Paseo por la Alameda
Principal hasta que se convierte en el Paseo del Parque, donde un taxi me subió al Castillo de Gibralfaro, construcción del siglo XIV muy bien conservada, con
unas magníficas vistas, un café con terraza en el que hacer un agradable parada
y una bajada que se convierte en un paseo caminando despacio, disfrutando de la
vegetación y de la arquitectura de ese lado de la ciudad.
En la ladera del monte,
La Alcazaba, palacio fortaleza construido en el siglo XI, con unos cuidados
jardines que evocan tiempos muy lejanos. Al final de la bajada está el teatro
romano, en plena restauración.
A cada paso que daba, esta
ciudad me iba sorprendiendo: la plaza de la Merced, el Museo Picasso, la
Catedral, joya renacentista, el Palacio Arzobisbal y, acercándome al mar, el
Palmeral de las Sorpresas y el Muelle 1.
No puedo olvidar el
motivo de este viaje, la famosa calle Larios vestida de Navidad, en un juego de
luz y sonido que ha dado la vuelta al mundo. Pero no es solo esta calle, en
cada plaza, en cada esquina, hay decoración navideña y gente con ganas de
divertirse.
Todo es precioso, de
día y de noche, su gente amable, dispuesta a contestar cualquier pregunta sobre
una ciudad de la que se sienten más orgullosos que nunca y a la que estoy
segura de que volveré pronto.
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